Nostalgia de abrazos de verdad, por el filósofo José Miguel Valle
El filósofo y escritor, José Miguel Valle se dedica al estudio y análisis de la interacción humana. Ha compartido con todos nosotros artículos tan interesantes como 'La bondad es el punto más elevado de la inteligencia' o 'La mitología del amor romántico en el lenguaje cotidiano'.
En el siguiente artículo, escrito al hilo de los excepcionales y tristes días de abatimiento que estamos viviendo estos días fruto de la pandemia, nos habla de la necesidad del abrazo.
Texto porJosé Miguel Valle
Gustav Klimt. Familia abrazada, 1905
Estos días de excepcionalidad y confinamiento hogareño se habla mucho en la comunidad digital de los abrazos y de la punzada de nostalgia y aflicción que supone no poder darlos. He leído a gente muy afligida por no poder tocar a sus seres queridos.
A mí me conmovió especialmente el comentario que hizo una amable lectora de Navarra al artículo del martes pasado cuando, después de compartir conmigo su apreciación del texto, me envió:
«Un abrazo inmenso, ahora que tanto los echamos de menos».
A pesar de que el abrazo era declarativo, prometo que me emocionó y lo sentí como si en vez de lingüístico fuera táctil.
También me gustó mucho la expresión de otra lectora que diferenciaba el abrazo que nos mandamos en los mensajes o en los comentarios del «abrazo de verdad». Cuánta antropología alberga esa expresión. No es que los abrazos que nos dirigimos sean falaces, es que el cuerpo ha sido expulsado de esa celebración, y sin cuerpo no hay abrazo, no abrazo de verdad.
El mundo pantallizado es el que ahora nos permite al menos contacto ocular, ver a los otros tras el cristal luminoso, pero la digitalización no nos permite tocarnos. El ocularcentrismo de las redes parece que cuestiona que seamos de carne y hueso, como consolida la emocionante balada de Amaral de idéntico título. Me es imposible no refrendar esta idea con el ensayo Ojos y capital de Remedios Zafra.
Gustav Klimt. Madre e hija. Detalle de edades de la mujer, 1905
Peter Wever. El abrazo,1950
Cuando hace tres años escribí La razón también tiene sentimientos descubrí algo que me llamó mucho la atención. El ensayo versa sobre la afectividad humana, sobre el elenco de sentimientos que hemos construido para relacionarnos de un modo valorativo con la realidad.
Mi hallazgo fue que la intangibilidad del sentimiento impone ciertas formas de corporeidad para alcanzar plenitud. El mundo sentimental celebra la visibilidad gracias al lenguaje no articulado con el que el cuerpo se pronuncia.
Catalogué cuatro gestos muy obvios en la agenda humana en los que el cuerpo era ornamentación del sentimiento: el abrazo, la mirada, la caricia y el beso.
No digo que no se pueda ampliar la lista (como por ejemplo agregando la voz, su prosodia y sus tonalidades), pero estos cuatro que cito aquí son muy palmarios. Hoy solo voy a hablar del abrazo, de ese gesto castigado por el rigor de la cuarentena.
Marc Chagall. Romeo y Juliet, 1964
Egon Schiele. Hombre y mujer abrazados, 1917
Al circunvalar con nuestros brazos el cuerpo de otra persona, el abrazo permite a dos personas convertirse en un animal de dos espaldas (hurtándole a Shakespeare esta preciosa metáfora).
El abrazo es una poderosa forma de transmitir información afectiva, de solidificar ese cariño que mendigamos las personas para sentirnos personas. Resulta llamativo cómo el abrazo se siente cómodo tanto en los estallidos de alegría como en los de tristeza.
Puede servir para expresar la dicha que supone que contigo me inauguro a cada instante, para ratificar que en tus ojos se suicidan los míos, para demostrar que tu existencia es importante para mí, para proclamar que no me desentiendo de ti, para celebrar que de repente la vida se muestra favorable a nuestros intereses, para ensalzar el encuentro, para mostrar aprecio, agradecimiento, estimación.
Pero el abrazo también sirve para cometidos escoltados por sentimientos que exudan tristeza. Sirve para cauterizar las heridas que delatan nuestra fragilidad, para acompañar en la pesadumbre y el desmoronamiento, para los momentos de aflicción en que anticipamos que cualquier palabra por muy acendrada que sea no merece rasgar el silencio que solicita la ocasión, para sellar una despedida, para enjugar las lágrimas.
Charles Blackman. El abrazo, 1975
Un abrazo vale más que mil palabras, pero siempre y cuando sepamos qué palabras queremos deletrear con el abrazo. Su verdadero significado patrimonial no reside solo en darlo y en recibirlo, sino sobre todo en elegir a quién se lo damos y de quién lo recibiremos.
Rodeamos con nuestros brazos a alguien y ese alguien hace lo mismo con nosotros en una especie de órbita que hace que dos cuerpos se acoplen por un instante como si fueran una unidad.
Como hay muchos tipos de abrazo y muchas personas a quienes podemos agasajar con él, el abrazo se convierte en maravilloso cuando el que lo da y el que lo recibe conocen el significado inestimable que guarda para cada uno de ellos.
Si el significado es muy valioso para ambos, si hay un punto de coincidencia, si hay reciprocidad semántica y se sabe con antelación, darse un abrazo como experiencia clausural de unas palabras ya innecesarias es una siderurgia afectiva en la que durante un breve instante dos cuerpos se ciñen y se hacen uno porque algo recíprocamente importante los une.
Estos días de cuarentena estoy leyendo Alegría de Manuel Vilas. En uno de los capítulos, Vilas comenta que el éxito es que alguien te espere en algún sitio. Estoy persuadido de que ese alguien que nos está esperando, o al que estamos esperando, nos dará un abrazo. Ese es el éxito para que la vida humana pueda seguir existiendo.
Artículo de José Miguel Valle
Filósofo y escritor, José Miguel Valle se dedica al estudio y análisis de la interacción humana. Su último ensayo es “El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Una ética del diálogo” (CulBuks, 2018)
Publicado originalmente en Espacio Suma NO Cero
Por Juan Yuste