Entre el equipo editorial de Cultura Inquieta, tenemos la suerte de contar con extraordinarios y muy generosos colaboradores. Entre ellos se encuentra el joven y talentoso escritor vigués Pedro Martí.
Tras varios y estupendos relatos inéditos como Insomnio, Sardinillas, Una vuelta dentro de otra vuelta o La mejor opción, Martí vuelve a regalarnos un vigoroso cuento inédito: Los esperantes.
Los esperantes, un relato de Pedro Martí
Espero sentado en una silla no demasiado cómoda y con una resaca punzante y sudorosa instalada en mi cabeza. La resaca duele e intento distraerme mirando y pensando. Justo delante de mí vista una pared amarillenta, eso veo, y pienso que seguramente antes fue blanca, eso se nota. El dolor me impide concentrarme y me impide distraerme. No hay reloj en la pared, observo; mejor, pienso, así no veo pasar los segundos, no los escucho haciendo tic y tac a cada paso. Y no funciona, el pinchazo sigue atravesando mi cerebro por dentro y todo mi tiempo me rodea por fuera, delante de mis narices, vacío. Los segundos agobian y yo solo quiero que se me pase este puto dolor de cabeza.
Veo a mi alrededor, seis sillas metálicas con el asiento forrado de una tela roja, suave y llena de lamparones; todas con su persona encima, en círculo, rodeando una pequeña mesa baja de metacrilato, rayada y vacía. Pienso que aquello parece una sala de reuniones de alcohólicos anónimos, aunque nunca haya estado en una. Sí, las he visto en las películas, y siempre son como esta sala. Todo dando la sensación de ser de segunda mano, todo tratando de aprovechar su segunda oportunidad, todo limpio y reparado; y a la vez gastado, manchado y rayado. Las sillas, la mesa, la pared, la gente. Casi todos bien peinados, pero cubiertos de ropa ajada, de otra década. Caras llenas de arrugas y desperfectos, cicatrices y marcas. Sonrisas amarillas y desordenadas, casi ninguna boca con la dentadura completa. Miro a mi alrededor y veo una sala de reuniones de alcohólicos anónimos rodeándome por todas partes. Pero pienso que no es posible. Bebo bastante y me ha dado algunos problemas, sin embargo, estoy muy lejos de tener problemas con el alcohol.
Mientras mi cerebro se retuerce de dolor dentro de mi cráneo yo miro a los esperantes. Pienso en cómo se les notan todos los años en la cara y las manos, ahí acumulados. Como si llevaran toda su vida puesta encima. Me alivia no conocer a ninguno. Me tranquiliza no ver entre esas caras la de un viejo amigo del colegio. No soporto encontrarme al antiguo guaperas de la clase, ahora calvo, gordo y viejo. Siempre tengo que fingir alegría mientras esa cara rechoncha y esas canas me echan encima todos los años que han pasado, de golpe. Y yo que me creía joven, me veo sepultado de pronto por todo el tiempo que pasó sin que me diese ni cuenta.
La chica de enfrente, le veo la cara y son 50 años de cara, como poco, aunque estoy seguro de que es más joven, se nota que está estropeada. Pero claro, no es lo mismo la oficina que el bar, no es lo mismo la cerveza que el agua y tampoco es lo mismo el día que la noche. Y así hay vidas vacías casi, pulcras y ordenadas, como un catálogo de Ikea; y las hay llenas, sucias y desordenadas. No es lo mismo tener dentro del cerebro una agenda que un enorme garabato. Yo tengo un garabato con un punzón clavado y regusto a cerveza de ayer y tabaco. Y claro, eso al final se te tiene que notar en la cara.
A pesar de todo soy el que mejor aspecto tiene, aunque eso carezca de importancia. Estoy esperando en el mismo sitio que ellos, sentado en la misma silla de mierda y rodeado de las mismas paredes amarillentas, así que buscar las diferencias es sólo un juego. Parezco el más joven. Mi dentadura amarilla todavía conserva todas sus piezas. Es la diferencia más notable pero también la más difícil de encontrar; necesitas que esas bocas sonrían. Lo demás es más tenue, pero si observas con atención lo ves. La cara menos arrugada, las manos más suaves, más pelo en la cabeza, más grasa en las mejillas.
Todos tienen las cabezas sumergidas en la pantalla del teléfono, como debajo del agua, escapando de la superficie. La alternativa es mirar a la gente que tienes alrededor, resulta demasiado violento, mejor mirar hacia arriba o hacia abajo. Cuando entré, ninguno emergió de su móvil. Saludé y ni siquiera parecían escucharme. Un “hola” que llega amortiguado por toneladas de agua. A decir verdad, tengo dudas de si uno de ellos, un hombre de unos 40 años, gordo y con restos de salsa de tomate en las comisuras de los labios, respondió a mi saludo, emitió una especie de gruñido. Al principio pensaba que era su forma de decir “hola”, pero creo que en realidad eran reflujos, gruñó varias veces más mientras esperábamos.
También hay hilo musical. Canciones nuevas que suenan a viejo. Canciones de centro de rehabilitación, no de discoteca. Ahí sí que he estado alguna vez, en un centro, aunque sólo de visita. Son lugares de lo más triste, ni siquiera se puede fumar, ni al aire libre. A decir verdad, no recuerdo si había música en aquel sitio, fue hace muchos años. Lo que está claro es que ésta sería la apropiada, es difícil encontrar canciones que no hablen de alcohol y drogas o no den ganas de consumirlos. En este lugar lo han conseguido, aunque dan ganas de cortarse las venas para ver un brazo chorreando sangre mientras suena “Sufre mamón” de hombres G. A Tarantino le gustaría la escena, seguro. Pero la vida no es una película, generalmente es algo más aburrido, normalmente te tragas la rabia y con ella te tragas también la canción de mierda y todo lo que te quepa en la boca.
Toda esa música vacía flotando en ese tiempo vacío con toda esa gente vacía. Yo lleno de vísceras y vacío. Yo con un pinchazo en la cabeza. Yo con la ansiedad en la boca del estómago. Un globo que se llena de nada y cada vez ocupa más. Si sigue creciendo en mi pecho, mi culo se va a despegar de la silla y me voy a quedar pegado al techo como los globos de helio cuando el niño se cansa y lo suelta.
Necesito distraerme. No tengo batería en el teléfono. Casi mejor. Me quedo mirando fijamente por la ventana. Creo que la señora que tengo enfrente piensa que la miro a ella, parece incomoda, amaga con levantar la mirada, pero no se atreve. Me da igual, juro que mi único interés es la ventana. Los cristales están sucios, son como un filtro mostrándome el paisaje con un aspecto más vintage. Al principio me gusta, aunque al poco rato me dan ganas de abrir la ventana. Abrir la ventana, sacar la cabeza y encenderme un cigarro. Pero no puedo, la cabeza estaría fuera pero los pies dentro, y mientras una parte del cuerpo siga en el terreno de juego debes respetar el reglamento, o serás expulsado. Así que ya que tengo la boca abierta me trago mis ganas de fumar y la cabeza sigue doliendo y el globo sigue creciendo en el pecho.
Al otro lado del cristal se ve la fachada de una iglesia, gris, grande y quieta. Con la virgen de pie, en posición de rezar, cubierta con su manto de piedra, con la cabeza agachada y mirando a un lado. Como evitando ver hacia el edificio que tiene enfrente. Todos esos años allí parada, sin escapatoria, rodeada de ventanas llenas de fracasados trabajando, consumiendo, descansando y esperando. Apuesto a que antes sí miraba hacía aquí, pero muy poco a poco, sin que la gente se diese cuenta, ha ido girando la cabeza. Seguramente haya perdido la fe en la humanidad.
A veces me quedo tan absorto que me olvido de donde estoy, como recién despertado, como si me acabaran de soltar en el mundo. Dejo la virgen y la ventana y vuelvo a mirar a mi alrededor, a la sala, a los esperantes. Por un momento creo de verdad que aquello es una sala de reuniones de alcohólicos anónimos. Puede que sea realmente así y no me haya dado cuenta hasta ahora. Esa gente, esa virgen, esa música, ese sitio y ese olor a resaca. Todos los indicios apuntan en la misma dirección.
No recuerdo haberme inscrito en AA, pero últimamente mis recuerdos no son muy fiables, no puedo asegurar no haberlo hecho estando borracho, nunca se sabe. Quizás un agente infiltrado, en el taburete de al lado en la barra del bar. Bebe cerveza sin alcohol, pero tú no lo sabes, piensas que es de los tuyos. Cuando te quieres dar cuenta estás en aquella sala dispuesto a recibir ayuda.
Creo que tengo que levantarme y hablar.
“Buenas tardes. Mi nombre es... ¿Jackson? – No sé si en alcohólicos anónimos la gente usa su verdadero nombre- he vuelto a beber anoche. Vengo con mi pinchazo en la cabeza y mi ansiedad en el pecho y sólo quiero otra cerveza para que se me pase”
No lo hago porque se abre la puerta y entra una mujer vestida de enfermera. Ella tiene mejor aspecto que los esperantes. No creo que haya enfermeras en las reuniones de alcohólicos. Lo bueno es que, si hay enfermera, hay médico. Es posible que me puedan ayudar con mis dolores. Quizás ella diga mi nombre y yo me levante. Iríamos juntos a una sala blanca, no amarilla. Después un doctor me pincha algo que me hace sentir bien, me quedo dormido y tranquilo, por fin.
Cuando entra la enfermera todos levantan la cabeza, la mayoría sonríen, como fingiendo que todo va bien, pero tienen miedo. Todos con ojos de niño mirando hacia arriba, deseando no escuchar su nombre. Mejor esperar un rato más, es lo más seguro. La enfermera llama a María Galdós, la señora de al lado se levanta, resopla y mira a los demás como si pidiera ayuda. “El doctor Santiaguez le espera”. Todos suspiran aliviados y vuelven al buceo en sus pantallas. Yo pierdo la esperanza de que en aquel sitio hagan que se me pase el dolor de cabeza y la ansiedad, allí van a hacerme aún más daño, seguro. Después de una sala de espera, casi nunca te espera nada bueno. Así que pienso en levantarme e irme porque la ansiedad sigue creciéndome dentro y me noto casi lleno. Miro la cartera y tengo un euro y medio, me quedan dos cigarros en la cajeta y creo que la mejor opción es salir pitando de este lugar y beber y fumar un poco. Desinflar el globo y matar el dolor de cabeza.
El doctor Santiaguez cobra la limpieza más revisión a 30€, ni si quiera te hace factura. En los demás sitios mínimo pagas 60 pavos. De todas formas, no he venido por eso. Simplemente la cita la reservé hace un año, cuando aún tenía planes para mí y mis dientes. En este momento ni si quiera le encuentro demasiado sentido a ir al dentista. Mi vida es ahora un garabato, hasta hace poco daba gusto leerla, pero últimamente me he dedicado a emborronarlo todo y eso no tiene vuelta de hoja. Un garabato no va al dentista.
Así que me levanto y me voy. El recepcionista me verá salir, me preguntará por qué me marcho sin ver al doctor. A mí me gustaría explicarle la verdad. Que tengo una flecha atravesándome el cerebro y un globo lleno de vacío creciéndome entre las costillas. Que, si sigo aquí, rodeado de paredes amarillas y gente de segunda mano; esperando sin fumar, sin cerveza y con toda esa música asquerosa, al final el globo se va a hinchar más y más, tanto que casi seguro acabe reventando dentro del pecho y todo se llene de sangre y trocitos de mi piel y de mis huesos. Sería una escena muy desagradable, lo mejor es evitarla.
Me voy sin decir nada. Fingiendo tener la cabeza metida en la pantalla negra de mi teléfono apagado mientras paso por delante del chico de recepción, como sí no escuchase la voz que sale de detrás del mostrador, simplemente intentando no explotar.
Por Pedro Martí