La libertad y la emoción que sentimos cuando dejamos que el cuerpo se exprese ante un estímulo como la música es algo que nos encanta hacer, ya sea en público o en la intimidad de nuestras habitaciones, pero, ¿por qué nos gusta tanto bailar?
Se ha sugerido que una función clave de la música y la danza durante su desarrollo y difusión entre las poblaciones humanas fue su capacidad para crear y fortalecer los lazos sociales entre los miembros de un grupo. Sin embargo, los mecanismos por los que esto ocurre no se habían estudiado tan ampliamente hasta ahora.
En un artículo publicado por la Dra. Bronwyn Jarr, investigadora de la Universidad de Oxford, se ha revisado la evidencia que respalda dos mecanismos investigados para este efecto de vínculo social: la sensación de fusión del yo con el otro como consecuencia de la sincronía interpersonal y la liberación de endorfinas durante actividades rítmicas de esfuerzo, incluida la interacción musical y la danza.
El baile en grupo es una actividad humana omnipresente que implica un movimiento sincronizado de esfuerzo con la música. Antropológicamente, la danza desempeñó tres papeles posibles en la vida del hombre primitivo.
En primer lugar, el baile ayudó a forjar lazos sociales y crear confianza. Además, bailar también fue una forma de mostrar el potencial para ser un gran compañero o compañera y, por último, el baile en grupo tenía como función la de intimidar a los enemigos.
La Dra. Bronwyn optó por centrarse en la primera de las tres hipótesis: la danza como medio para crear lazos sociales. Al observar la danza, también consideró la historia de la creación musical, que está estrechamente relacionada con la historia del baile.
Ambas expresiones artísticas juegan un papel en el vínculo social, potencialmente a través de la liberación de endorfinas, que son analgésicas e inductoras de recompensas, y se han asociado con el vínculo social de los primates.
El estudio de comprobación utilizó un diseño experimental para examinar los efectos del esfuerzo y la sincronía en la vinculación. Ambos demostraron efectos positivos independientes sobre el umbral del dolor (un indicador de la activación de endorfinas) y la vinculación dentro del grupo. Esto sugiere que la danza que implica tanto el movimiento de esfuerzo como el sincronizado puede ser una actividad de vinculación grupal efectiva.
Asimismo, dado que la capacidad de grabar y reproducir música es más bien reciente, la historia de la creación musical habría implicado una presencia mucho más participativa: para disfrutar de la música, había que estar presente donde se estaba haciendo.
La participación es un aspecto clave tanto en la creación musical como en su disfrute. Para que se pueda hacer música tiene que haber movimiento porque el sonido es, en última instancia, vibraciones.
La primera forma de hacer música consistía en colocar semillas en las muñecas o los tobillos mientras se bailaba. Por lo que se concluye que, al ser los cuerpos y las voces los primeros instrumentos, se bailaba para hacer música.
De la misma manera, la sensación de unidad que provoca la sincronía con otras personas al bailar aumenta el efecto productor de endorfinas. Sobre todo, cuando existe sincronía con la música y con los demás, creando una alegría asociativa que provoca el deseo de hacer música y bailar una y otra vez.
Aunque el mundo moderno ahora tiene menos oportunidades para participar en la música y la danza de manera presencial, el estudio de Bronwyn demuestra que las artes conservan su poder en las relaciones sociales.
Comprender el poder de la danza a nivel científico no ha hecho que el placer de bailar sea menos profundo. La sinergía de cuerpo, mente y alma durante la ejecución de los movimientos sincrónicos reúne las explicaciones lógicas y racionales, además de las emociones indescriptibles que experimentan los seres humanos al bailar.