Patricia Fernández Martín es Psicóloga Clínica en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid. En el Servicio de Psiquiatría. De ella es este estimulante texto que nos ha facilitado.

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Una pareja aplaude a las ocho de la tarde en reconocimiento a los profesionales que han dado la cara durante la pandemia | via El Correo

¿Para qué sirven los vecinos? Depende de dónde se viva. Probablemente, en una ciudad pequeña o en un pueblo, para regar las plantas cuando te vas de vacaciones, pedir sal para aliñar la ensalada, recogerte un paquete si no estás en casa… pero en una ciudad grande, desgraciadamente, nos habíamos olvidado de que existían y de que formaban parte de nuestro ecosistema. La soledad, antes del confinamiento, se apoderaba de las grandes ciudades, como un mal profundo; y no dejaba lugar para el encuentro.

En el gen urbano, muchos teníamos codificado que los vecinos podían dar más problemas que satisfacciones. Para los demasiado sensibles a los ruidos, esta limitación a veces entorpecía una amigable relación. Después de muchos días, meses, años…soportando ruidos intensos, el confinamiento trajo al menos, algo bueno…el irresistible silencio. Y ese silencio nos permitió a muchos relajarnos, concentrarnos, inspirarnos… pero también descifrar la incógnita de quiénes habitaban en las casas de en frente, y de al lado. Y cuántas sorpresas deparaban esos balcones…

Los primeros días de los aplausos, el acercamiento era algo tímido. La finalidad de las 20h, era desahogar un malestar intenso que crecía y nos devoraba por dentro. Esa sensación de incredulidad, rabia, y desasosiego ante una realidad que parecía una distopía, nos llevaba a aplaudir con intensidad. Los aplausos nos acercaban a nuestros compañeros sanitarios y a su labor incansable. Pero más allá del propósito altruista de la media tarde, todos sentíamos la necesidad social de relacionarnos con esas caras desconocidas, que poco a poco iban resultando familiares. Y día a día, fuimos comprobando cómo las conversaciones vecinales han sido la mejor terapia de grupo que podíamos tener en esos momentos.

Cuando trabajas como psicóloga en un hospital, durante una pandemia, no te apetece demasiado hacer de terapeuta cuando llegas a casa… así que te dejas llevar y tratas de sobrevivir, como todos, a una situación límite compartiendo tu malestar y vivencias del día, pero también tus esperanzas y anhelos. Y ahí estaban los vecinos, dispuestos a escuchar. Me juré a mí misma, que no les iba a analizar, pero de manera espontánea, cada uno se retrataba y ahí va una descripción de los roles en esta colmena vecinal.

Del chico de la ventana de en frente, me impresiona su espontaneidad, frescura y sonrisa, desde el principio. A pesar de las noticias negativas, nunca pierde ese optimismo que se necesita cuando se atraviesa por una situación difícil. Nuestro vecino es el sociable, dicharachero, relaciones públicas del grupo. Nos entretiene con las crónicas sociales y nos ameniza con música mientras disfruta del sol en el balcón. Su bronceado iba a más con el paso del confinamiento, como sus posados en bañador, que a decir verdad, nos animaban las mañanas de domingo. Pero no estamos sólo para frivolidades. Un día, decide regalar su microondas. Quedamos en la calle, con mascarilla, y me doy cuenta de que la positividad no está reñida con el compañerismo y de que ahí en frente vive alguien cariñoso y servicial, atento al espíritu del grupo y a su bienestar.

Al lado del vecino, sale una chica a aplaudir. Nos comenta que vive con su novio, pero que él trabaja mucho. Resulta tímida, pero se le notaba que se encontraba cómoda entre nosotros. Su dulzura, belleza y clase nos va conquistando poco a poco. Llegamos a compartir intimidades; y cuando se pudo, hasta paseos. Su preocupación por la salud no le era ajena. Su novio, gracias a su profesión, nos ponía al día de las novedades antes de que nos informáramos en el telediario. Verles los fines de semana, más desahogados confirmaba la unión de la pareja. Se dedicaban a cocinar (ella más que él), a cuidar de las plantas, y cómo no, a cuidar de su balcón. El más destacable de todos. Valía para todo: para tomar el sol, hacerse la manicura, leer, hablar con nosotros, y para estar atenta a las novedades de la calle. Su gran ojo artístico me ha regalado mi foto actual de perfil. Los fines de semana, como inofensiva voyuer en la ventana indiscreta, nos hacía las fotos de domingo que siempre guardaremos con cariño. Y cuando por fin se pudo ir de Madrid para reencontrarse con su familia de origen, nos confesaba que nos echaba de menos.

Ventana con ventana, viven los padres de nuestra gran “chupipandi”. Su hija, de vez en cuando, se animaba a nuestras charlas, con la inocencia de la edad infantil pero también con la madurez de una nueva etapa que pronto vivirá. A veces era ella quien les preparaba la cena, y nos quedábamos sorprendidos por sus habilidades culinarias. Ahí estaba el talento del futuro gastronómico de España. A la pareja, se le notaba que no les bastaba sólo con cumplir con las responsabilidades laborales y familiares del día, sino que también necesitaban del rato social con sus vecinos para sobrellevar las exigentes jornadas. Él era concienzudo, preciso con los datos del coronavirus. Y nos entretenía, con las anécdotas de cómo vivían sus compañeros de trabajo internacionales el confinamiento. Ella, extrovertida, con carácter, inquieta, divertida… salía al balcón después de su bálsamo deportivo para desahogarse. Me admiraba cómo alguien tan hiperactiva, se estaba adaptando al confinamiento de manera ejemplar porque es lo que “hay que hacer”. Tenía a sus padres a dos manzanas, y tardó dos meses en verles, cuando nos dejaron salir a pasear. Y los vio desde la calle. Y ellos, desde el balcón. Era admirable su cumplimiento y responsabilidad, pero también su firmeza y determinación.

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Muchos vecinos se han saludado y reencontrado cada día a las ocho durante el tiempo que ha durado el confinamiento / Foto: Elena Rosa

Y más arriba, otra pareja. Ella es estilosa, con un talento superlativo para las artes, creativa, imaginativa y con mucha personalidad. Desafiaba la gravedad, sentada en la ventana dejando la mitad de su cuerpo fuera, detalle que a su madre le ponía de los nervios cuando se lo contaba por teléfono. Y su ojo artístico, también lo utilizaba para sacar su cámara y retratar con impresionantes fotos nuestra calle, como también al Madrid vacío y botánico, que fotografiaba cuando salía a trabajar. No fallaba en el balcón, a pesar de dejarse el cuello y el oído en el intento, porque era la que más lejos estaba de los demás. Pero necesitaba desahogarse, como todos. Cada tarde nos deleitaba con su sensibilidad y cercanía compartiendo sus miedos, reflexiones y sus preocupaciones por su familia. Le costó volver a salir. Había mucho en juego. Su novio, salía de vez en cuando al balcón a saludarnos, pero siempre estaba presente en nuestras conversaciones. Le pudimos conocer, hasta lesionado. Ya está mejor. Era complicado no superar ese trance con los cuidados de su encantadora novia.

Era divertido comprobar cómo llegaban los fines de semana, y no echábamos de menos las videollamadas, sino que nos resultaba más enriquecedor compartir nuestra tarde-noche viéndonos cara a cara. ¿De qué habláis tanto tiempo?, nos preguntaba la gente. Pues de todo. Tres meses confinados, dan para mucho. Me recordaba a los campamentos de verano infantiles, cuando te tocaba conocer lentamente a la gente, y no te aburrías. Son muchos los momentos imborrables: cuando pedíamos comida a domicilio y aplaudíamos su llegada, cuando falleció mi abuelo y me consolaron con su afecto, cuando saludábamos a un médico de familia que salía del centro de salud a las 21h todos los días y le animábamos entre todos, a la vez que le consultábamos alguna duda. Al principio, éramos prudentes en comentarios políticos, pero poco a poco nos íbamos identificando, sin perder el respeto y fortaleciendo el pensamiento crítico. Intercambiábamos, hasta los periódicos de domingo.
Resultaba sorprendente que cuando pudimos salir a la calle, no queríamos. Teníamos muchas cosas que contarnos aún. La gente que salía a pasear, nos miraba con cara de sorpresa, como diciendo “éstos no se han enterado”. Parecíamos el mobiliario de la calle o más bien, figuras de un museo de cera que no queríamos abandonar. Era como si de repente, fallaras si faltabas a tu compromiso vecinal por quedar con alguien más. No se nos ocurrió otro lugar mejor para celebrar el desconfinamiento que cenar en la casa de la “familia”. Allí, aportamos cada uno los platos que habíamos “mejorado” a lo largo del confinamiento, y sobre todo nos pudimos conocer de forma “presencial”. Se parecía a las citas Tinder, pero esta vez los encuentros no eran amorosos, aunque sí sentimentales. Y por supuesto, hemos hecho un súpermatch. Si hubiese un nuevo confinamiento (esperemos que no), no lo tememos tanto. La chupipandi estará ahí, dispuesta a preguntar: ¿Qué tal en el hospital? ¿Cómo van las cosas? ¿Qué podemos hacer por ayudar?

Se dice de Madrid que es una ciudad amable, acogedora, con personas sociables, trabajadoras, alegres y distendidas. Pero también, responsables. Yo lo he cerciorado todos los días. Ha sido un reto como sociedad civil estar a la altura. Ese Madrid variado, rico y ejemplar, se representa en mis vecinos, a los que como sanitaria les doy las GRACIAS, por su coraje, ejemplo, sensibilidad, cariño, responsabilidad y amabilidad. Y presumo de ellos y me siento afortunada. Nuestras anécdotas formarán parte de la historia de nuestra calle, y de nuestra memoria de los recuerdos del COVID que transformaron, para siempre la vida de muchos ciudadanos de Madrid.

Por Patricia Fernández Martín

Patricia Fernández Martín es Facultativo especialista en psicología clínica. Trabaja en el Hospital Universitario Ramón y Cajal, de Madrid. Licenciada en Psicología por la Universidad de Oviedo. Ha dado clases de ética empresarial en Cunef. Co-funder InquietaMENTE y organizadora de eventos en The Thinking Campus

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