Extracto del pensador, sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman extraído del primer capítulo "Cartografía de la culpa" de su libro "Maldad Liquida".
"El lavado de cerebro en la actualidad pretende mantener ese solar permanentemente vacío y yermo, sin dejar entrar en él otra cosa que no sea un desordenado batiburrillo de tiendas de campaña tan fáciles de erigir como de desmontar".
Zygmunt Bauman
La cualidad de estar oculto o encubierto, o de ser solapado, subterráneo, indetectable o imprecisable (invisible a todos los efectos prácticos y, por esa misma razón, formidable, irresistible y, muy probablemente, imbatible), representa, sin embargo, un nuevo salto verdaderamente trascendental en la historia de la tecnología del lavado de cerebro.
Estamos envueltos en una apretada telaraña de vigilancia electrónica, y, sabedores de ello o no, voluntariamente o no (y, en cualquier caso, sin que nadie nos haya pedido permiso para ello), nos hemos visto arrastrados a ejercer también el papel de arañas que tejen dicha tela (o de dóciles y muy a menudo entusiastas acólitos de esos arácnidos
tejedores).
El lavado de cerebro contemporáneo presenta esa maldición disfrazada de bendición: la función manifiesta de los algoritmos, la principal arma del actual lavado de cerebro, es citando a Luke Dormehl: "permitirnos navegar por los 2,5 quintillones de bytes de datos que se generan cada día (un millón de veces más información que la que el cerebro humano es capaz de retener) y extraer conclusiones prácticas de ello".
La bendición aparente que tales funciones quieren darnos a entender que representan para nosotros, es la esperanza de que los ordenadores, con sus algoritmos incorporados, nos transporten seguros por los océanos de datos en los que nos ahogaríamos si tratáramos de nadar (o, más aún, si intentáramos bucear) en ellos por nuestra propia cuenta. De hecho, una simple consulta en Google nos deslumbra con la repugnante, desalentadora e intransitable inmensidad de esas aguas.
La maldición latente, sin embargo, es que aquellos a los que se «nos» permite navegar por los océanos de datos tendemos a ser, para empezar, los poderes fácticos (los poderes que nos vigilan) y que las "conclusiones prácticas" que los navegantes de esa clase extraen, les permiten calarnos con precisión a cada uno de nosotros individualmente para aprovecharnos con la máxima eficiencia como blancos de sus propios fines (que nosotros no supervisamos).
Fines como obligarnos (o tentarnos) a gastar nuestro dinero, a sumarnos a causas que nosotros no hemos elegido, o a convertirnos en objetivos de la próxima ronda de drones que entren en servicio.
Este ejemplo de lavado de cerebro es suficientemente habitual y evidente como para que haya sido puesto de manifiesto, descrito y dado a conocer por muchos; de hecho, resulta trivial hasta el punto de que ha pasado ya a ser algo aceptado como inevitable e imperioso.
Nosotros, destinatarios de tal lavado, hemos dado un consentimiento colectivo al mismo firmando un cheque en blanco para el imparable crecimiento y perfeccionamiento de las tecnologías de vigilancia, camufladas bajo el disfraz de la "preocupación por la seguridad", aun cuando sean tecnologías usadas principalmente con fines muy alejados (cuando no totalmente desvinculados) de las preocupaciones por la seguridad.
Hay, sin embargo, innumerables casos también de un tipo de lavado "indirecto" de cerebro o de técnicas de lavado de cerebro "por delegación", o lo que tal vez podríamos llamar la más reciente versión del "doble lenguaje" orwelliano (es decir, de la distorsión deliberada o la inversión indisimulada de los significados de las palabras), un procedimiento muy antiguo ya, cuya repercusión y cuya eficiencia sociales se han visto infladas y potenciadas por el giro, la densidad y el ímpetu sin precedentes en su despliegue.
Un ejemplo que viene al caso es lo que recientemente vi en una pantalla gigante del aeropuerto de Schiphol, en Ámsterdam.
Fue algo que apareció en una de las numerosas pantallas gigantes que transmiten de forma continuada (las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana) las "noticias" de la CNN. Fueran cuales fueren las «noticias» en cada momento, estas siempre eran interrumpidas cada diez minutos (más o menos) para dar paso a una cuña de autopromoción de la empresa en la que aseguraban a los espectadores de que "la CNN conecta el mundo".
Entre tales interrupciones, se nos mostraban imágenes de una catástrofe en un sitio, un asesinato en otro, un juicio penal en otro más, una danza comunal en un entorno debidamente exótico, amén de rostros de toda tez y color hablando en escenarios más extraños todavía.
La CNN no estaba conectando nada, y menos aún "el mundo": solo estaba rebanando y dividiendo la imagen del planeta en un sinfín de fragmentos y pedazos inconexos y dispersos, mostrados durante periodos demasiado breves como para que tuviéramos tiempo de absorberlos (y no digamos ya de digerirlos), y descuartizando el tiempo vivido en una multitud de trocitos deshilvanados y desbandados.
En ese fluir de imágenes y palabras no había continuidad ni coherencia y, desde luego, no había lógica. Voluntariamente o no, lo cierto es que una de las más destacadas y más seguidas compañías televisivas ha entrenado a sus espectadores para ver sin comprender, para escuchar sin entender y para consumir información sin buscar (ni esperar encontrar) su significado, sus causas ni sus consecuencias.
La lección general que emanaba de aquella pantalla era bastante simple: el mundo es un agregado caótico, o un flujo que no cesa, de fragmentos desmembrados y dislocados sin apenas pies ni cabeza, y nada puede hacerse para que tenga sentido, y no digamos ya para que sea más penetrable a la razón o a intervenciones preventivas, correctivas o rectificadoras guiadas por esa razón.
El lavado de cerebro ortodoxo buscaba despejar el solar de vestigios de la lógica y el sentido anteriores, a fin de prepararlo para la construcción de una lógica y un sentido nuevos. El lavado de cerebro en la actualidad pretende mantener ese solar permanentemente vacío y yermo, sin dejar entrar en él otra cosa que no sea un desordenado batiburrillo de tiendas de campaña tan fáciles de erigir como de desmontar. Ya no es un ejercicio puntual con un objetivo determinado, sino una acción continua cuyo único fin es su continuidad misma.