Una cosa es ver una exposición y otra distinta haber empalmado los cables que le dan vida. Destripar los entresijos del montaje de la exposición no autorizada Banksy. The Art of Protest en el DHUB (Disseny Hub de Barcelona) es un billete privilegiado a las entrañas de la hipocresía, la falsedad y la mercantilización. Os compartimos este artículo de opinión de nuestro colaborador Galo Abrain.
Gracias a Galo Abrain.
Calculo que no serán más de las 12h de la mañana. Un tipo pelipaja, rondando la treintena larga, recién ha sufrido la espantada del sueño. Se calza zapatillas de andar por casa. Camina hasta el espejo. En el vidrio sólo se refleja una sudadera negra, una capucha protegiendo la nuca y un óvalo oscuro, profundo y autosatisfecho, como si fuera la máscara de todos los secretos del mundo. Banksy, en algún ático de Bristol, se está aliviando las gónadas con las uñas inocentes al acontecimiento que se estrena hoy y que le concierne directamente.
El Museo del Diseño de Barcelona, o DHUB, abre las puertas a una exposición con la que él, o bien no está de acuerdo y ha preferido obviar, o bien desconoce absolutamente de su existencia y por tanto es estéril a participar de sus pensamientos. Sea como fuere, este proyecto de niño grande pintarrajeando paredes con singular ingenio, seguro que no sabe que tanto yo, como otras 40-50 personas, hemos pasado más de tres semanas dando forma a lo que debería de ser un homenaje pero que, sinceramente y visto con perspectiva, más parece una mala broma.
El asunto es que hará un mes Seguis me dijo que tenía entre manos montar la susodicha exposición. Seguis es un tipo espídico, un majadero con grandes dotes laborales y huevos de acero, en quien la empresa de obra y servicio lleva confiando más años de los que permiten contar los dedos de sus manos. «Seguis, amigo, consígueme hueco. Tengo una idea. Con un par de días me vale. Tengo algo que escribir». Seguis, que tiene poco de vergonzoso y mucho de fiel amigo, casi hasta la condición de perro, logra meterme en el ajo. Mi espíritu no languidece ante la perspectiva de mancharme las manos para desenterrar la verdad. Lejos estoy de la pulcritud amanerada de los trajiblancos padres del nuevo periodismo como Tom Wolf; geniales mecanógrafos que no atornillaron una cochina tuerca desde el momento en que tuvieron una libreta entre las manos. Servidor se unta. Desempolva sus viejas botas de punta de acero, su pantalón corporativo y todo el monario currelilla de tiempos menos cariñosos con su economía para zumbar decidido a la acción. Calienta chico, que juegas. ¡Si, señor!
La organización del DHUB es un puñetero desastre. Faltan tornillos, tuercas, mamparas y más neuronas en los cerebros de algunos gestores de las hebras que conforman las infinitas moquetas que tengo que despejar, limpiar, recortar, ajustar, pintar... me preocupa en ocasiones haberles pillado tanto cariño a estas mantas de pelo sintético como para sentir el impulso de desnudarme enamorado encima. Tumbarme en pelotas sobre estas alfombras industriales, rebozarme como un hipopótamo en una charca y salpicar con emotivos gestos de cariño el epicentro de la exposición de un artista anónimo pero mundialmente conocido, comprado y admirado. Contrólate chico, el partido no ha hecho más que empezar. ¡Sí, señor!
La exposición en sí es pura tinta del de Bristol. No hay novedades destacadas en esta distribución frente a la anterior realizada en Madrid, salvo por un casco de antidisturbios empapelado de espejitos, como una bola de discoteca hecha por un grupo de Proyecto Hombre, y un bote de spray firmado por el artista, al que después de tamaña indigestión de ingenio le debe de faltar poco para copiar a Piero Manzoni y meter sus propias heces en latas, o usarla para sus serigrafías. Banksy, sin embargo, demuestra con las obras de la exposición, como las archiconocidas Niña con globo, de 2003, o Cristo con bolsas de ir a comprar, de 2004, ser un ilustrador atinado, escueto y parco en sobrecargas aunque con la sorprendente capacidad para transmitir mucho desde la sobriedad.
Se habla largo y tendido acerca de la provocación en las composiciones del artista, pero realmente la constante en Banksy no es otra que la contradicción. En él todo son contradicciones. Abuelas tejiendo cojines con mensajes underground, un risueño Micky con el inquietante Ronald McDonald haciendo de papás a Phan Thi Kim Phuc, la niña de la histórica foto de los lanzamientos de napalm en Vietnam, un Churchill punky, ratas gangsta… vamos, que si en algo se recrea este tipo es en buscar los antagonismos de las imágenes y figuras representativas de la cultura occidental. El contrasentido de cotidianidades desiguales de las que parece haberse contagiado con el paso de los años y el estrellato de su fama. Digamos que Banksy pelea. Pelea desde la sorna y el humor. Calzado con la cota de malla de la ironía pone en jaque a los sistemas de jerarquía, a la sumisión frente al poder y a la esterilización de la esperanza.
Oh, bueno, no todo puede ser de oro. O, mejor dicho, ahora no hay nada que no lo sea. Las obras del británico, en packs de seis como la leche del Mercadona, alcanzan la friolera de la millonada. Y es que para ser urbano, tiene un estilo fino, finísimo, digno de las más obsesivas organizaciones grande-burguesas Thyssen. Porque Banksy lejos, a una buena pateada al menos, del anonimato real de los artistas urbanos, es ante todo una nueva coronación de la mercantilización del discurso contestatario.
Pongamos por caso todo el tema del merchandising. Mi trasero se debate entre cual es la nalga menos dolorida para repartir mejor el peso durante la instalación del que creo es mi cuarto kilómetro de moqueta. Estoy cerca de la zona de adquisiciones vulgares, es decir, de la tienda de la exposición. La organización del DHUB está absolutamente obsesionada con la perfecta pulcritud de las baratijas ofertadas. Iluminación, colocación del producto, disposición milimétrica de la isla central. Hasta siete personas, sin contar con los coordinadores principales, se devanan los sesos en la estrategia de atracción. Quieren a los visitantes de la exposición convertidos en mosquitos disminuidos inermes ante el poder de las luces de neón con la cara de Marilyn Monroe, sin olvidar la decoración para el hogar. Imprescindible vender a un alto precio representaciones de las obras de Banksy, insistiendo sorprendentemente en aquellas destinadas a criticar el consumismo.
Esta es la verdad; el gran drama del arte moderno es que es incapaz de digerir su inherente espíritu mercantilizado, frente a la creciente demanda de obras que critiquen precisamente la mercantilización. Por eso Banksy vende la crítica al poder a los poderosos haciéndose, colateralmente, también parte de él.
Santa Teresa dijo «Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas», y supongo que al de Bristol le dará para un par de bañeras victorianas. Lo que desconozco es si se tratan de lágrimas sinceras o de cocodrilo, porque si tanto le duele en sus intervenciones públicas la rentable comercialización de sus creaciones o el uso del arte como un valor de mercado, tal vez no debería haberse limitado únicamente a destruir una sola de sus serigrafías en Sotheby´s, butade para mí ingeniosa y con un brillante sentido del humor, sino jamás haber tasado sus obras en tan desproporcionados precios.
En la exposición se nos presenta brevemente el debate sobre si Banksy es un artista o un vándalo. Spoiler: no hay debate que valga. La discusión es más estéril que los ovarios de la reina Isabel a la que representa provocadora en algunas de sus serigrafías. El vándalo, por definición, no sólo se opone al poder, sino que lo hace de forma activa, violenta, cuestionando con la resolución de sus actos el sistema social en donde se desarrolla. Banksy hace mucho que dejó de hacer nada parecido. Él es ahora tan parte del sistema como la propia estrategia de márquetin asumida en el alma de sus obras. Con esto no quiero decir que sus creaciones sean inútiles. Ni mucho menos. El grafitero demuestra ser muy original, fresco, capaz de metamorfosear la adoctrinadora dulzura de la comercialización en un llamamiento a la reflexión y la provocación.
Esto queda claro en una de las partes, a mi entender, más fantásticas de su trayectoria: Dismaland. Este subversivo parque de atracciones situado en Somerset fue, mientras duró, un embudo de genialidades plagado de interrogantes a la ingenuidad de la que disfruta Occidente. Una cenicienta que ha sufrido un accidente de tráfico, una sirenita difuminada, conejos sacando cabezas humanas de chisteras o pateras atestadas de africanos deslizándose por el agua como barquitos de juguete, son sólo algunas de las obras que se expusieron en el lugar y que, a parte del propio Banksy, llevaban la firma de grandes artistas como Damien Hirst o Jenny Holzer. Esto también es puro Banksy, retrotraerse a la infancia como una pureza en constante perversión. Pero si nos ponemos tiquismiquis, que narices, ¿qué hay más perverso que lucrarse con la crítica al lucro ajeno? Tal vez en eso Banksy sí sea un pervertido, en su capacidad para transgredir los ideales de sus obras en pro de sus intereses. Ojo, no sólo de los suyos, sino finalmente de todo cuanto lo rodea.
La moqueta está ya casi lista y ahora me toca hacer de basurero eco-friendly. Sólo que ni eco, ni friendly. La coordinadora, con un aire altivo de envenenado agradecimiento se dirige a mí sin apartar la mirada de la pantalla del móvil. «Ahora vamos a recoger todos los plásticos» especial atención por favor al uso indebido de la primera persona del plural ya que, si alguien va a recoger el cochino plástico, ese solo voy a ser yo «los tiramos al contenedor de fuera. Y rápidito. Gracias cariñoooo…». Priscilla la reina del desierto se aleja entonces contoneándose como si el mismísimo Banksy estuviese agazapado detrás de uno de los expositores dispuesto a hacerle un trabajito. Me remango ante la titánica tarea que me espera. Hay mucho plástico, mucho… Leo durante una de mis peregrinaciones al container uno de los párrafos escritos sobre la pared: «Banksy está muy comprometido con el medioambiente», a lo que tengo el placer de sumar ver en la tienda de la exposición (ya completita y con todos los juguetitos dispuestos para encontrar un amigo en alguien) un stand lleno de cantimploras donde está escrito: «fuck plastic». Miro lo que tengo delante; un carrito con tal acumulación de plástico que me supera la cabeza, y hablamos de metro noventa, que se dice pronto.
Aquí hay algo que no encaja, me digo consternado. Pero mi tarea como trabajador es mirar por mi jornal que, por si fuera poco, no es desproporcionado. Aunque, bien visto, es mejor que el de María del Mar, una de las profesionales de la limpieza que me asegura «tienes suerte de estar con esa empresa, a mi no me pagan casi ni el salario mínimo». Otra concordancia perfecta. Banksy, grafitero, artista, azote de las clases altas, del consumismo, la mercantilización y el abandono de los valores comprometidos, no autoriza, pero tampoco impide, una exposición donde sólo para el montaje se han malgastado toneladas de plástico, se ha explotado a un número simpático de trabajadores y se han puesto a la venta sucedáneos de sus creaciones con el fin de promocionar el consumo de bienes inútiles.
Al final, todo en Banksy. The art of protest, me recuerda a un pincho de tortilla congelada promocionado como la mejor tortilla casera de la ciudad. Por suerte, he de admitir que en esta comparación el pincho de tortilla destaca por unos espléndidos atributos; buen sabor, color, textura y esponjosidad, pero algo hay en él más allá de los sentidos chivándote que no es del todo real lo que comes. ¿Merece la pena pagar 16,50 euros que irán directos al bolsillo de Sold Out? -que también tiene cojones que la empresa destinada a la organización y promoción de un artista contra el consumismo se llame «vendido»- no sabría decir. La exposición lejos de contradicciones político-éticas es buena; rica en humor negro y sencillo ingenio (seguramente el más complicado), pero no creo que precisamente su hipocresía y su malversación discursiva sean algo que se pueda obviar ya que, finalmente, eso es lo que impactó de Banksy; su habilidad para motivar al mundo de manera sencilla a ser un lugar menos cruel desde su arte.
Y bueno, yo, que acabé mi última agotadora jornada de doce horas despotricando sobre la mala organización del lugar con Seguis creo que, y siendo cortés con el mensaje y seguramente el espíritu creador del de Bristol, lo mejor que puede hacer alguien que quiera ver esta exposición es invertir los 16,50 euros de la entrada en un bote de spray, hacer un boceto en un cuaderno y lanzarse a la primera pared desnuda que encuentre para vestirla con algo que la haga merecedora de la atención de los demás. Quiero creer que si Banksy provoca como mínimo ese llamamiento a la creación crítica, al menos eso que habremos ganado como sociedad.
Gracias a Galo Abrain.