Aurelia Navarro es una de las muchas pintoras invisibles que habitan el olimpo de las olvidadas. Otro triste ejemplo de injusticia poética.
Aunque desde este martes una de sus obras y una cartela con una breve biografía cuelgan en las paredes de el Prado, ya que es una de las Invitadas de la nueva y combativa exposición temporal sobre el menosprecio hacia la mujer creadora que se fomentó desde el sistema artístico español en el siglo XIX de la famosa pinacoteca.
A través de la exposición Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideologías y artes plásticas 1833-1931, el museo de la capital propone “un viaje crítico al epicentro de la misoginia” del Estado y de la propia institución durante el siglo XIX y los primeros decenios del XX. Una muestra “necesaria y ambiciosa” –dice su director, Miguel Falomir–con la que, entre este martes y el 14 de marzo, la pinacoteca trata de explicar y compensar en parte casi doscientos años de marginación y desprecio a las mujeres en el mundo del arte.
Aurelia Navarro Moreno abrió los ojos al mundo en 1882 en Granada y fue una pintora de formación decimonónica cuya infancia transcurrió en su casa natal de la Plaza Nueva, a la entrada del Generalife, en donde la belleza del paisaje y de la Alhambra, despertarían sus inquietudes pictóricas y serían un permanente estímulo plástico.
Allí tomaba apuntes desde bien pequeña, practicando con óleo, utilizando después estos radiantes jardines como fondos de muchas de sus obras de madurez.
Fue en Madrid cuando se soltó definitivamente la melena. Quiso hacer su obra más visible y se presentó a las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes. Una acción que fue incitada por Rodríguez Acosta y López Mezquita -que mencionaremos más tarde-. Desde ahí, obtiene la Tercera Medalla del Jurado, presidido por Francisco Pradilla, mientras que en la Exposición Nacional de 1908 obtuvo otra Tercera Medalla.
“Los éxitos de la joven pintora en Madrid fueron negativos hasta el extremo de cortar su brillante y prometedora carrera artística, pues su padre al ver la popularidad que iba tomando y el acoso de la prensa, se la llevó a Granada”, cuenta Matilde Torres López, en su tesis doctoral sobre las artistas andaluzas del XIX.
Y es que, Aurelia Navarro provenía de una familia adinerada. El éxito sobre una mujer en esa época y los persistentes pretendientes que tenía, como Tomás Muñoz Lucena – así lo cuenta Marino Antequera en su libro Pintores granadinos- precipitaron la intrusión de la joven en la orden religiosa de las Adoratrices en 1923. Pasó por Málaga o Roma, hasta que acabó muriendo en Granada, convertida en religiosa. “Esto es completamente un ejemplo de caso patriarcal”, dice Segura.
“Este ejemplo de nuevo nos muestra cómo una mujer y su creatividad se ven doblegadas por las imposiciones sociales y peor aún por las familiares, que no vieron en su obra una expresión auténtica de ella misma, y una experiencia en la técnica avalada por sus maestros, sino el miedo a que se le reconociera y afectara a su moral, cerrando para ello todos los vínculos que tenía la artista con su entorno, el mundo artístico”, asegura Torres López en su estudio para la Universidad de Málaga.
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