Diego Medrano Fernández (n. Oviedo; 1978) es un novelista, poeta y ensayista español. Tenemos la suerte en Cultura Inquieta de poder disfutar de su críticas y ensayos de arte. En esta ocasión, Medrano nos habla del poeta, pintor, músico, arquitecto y performer, además de filósofo, Javier Utray.
Por Diego Medrano
Javier Utray (1945-2008) se enfrenta a un nuevo recorrido antológico en el CA2M de Móstoles (hasta el 11 de julio) y comisariado por Mariano Navarro y Andrés Mengs. De esta guisa comenzaba su crítica Fernando Castro Flórez en Abc, roto de dolor y abierto en canal, hace unas semanas:
“No puedo escribir una crítica cuando lo que veo son las huellas de un amigo con el que no puedo volver a conversar. Convocar la memoria de alguien a quien tanto admiré es algo demasiado doloroso. Xavier Utray (1945-2008) era aparentemente demasiadas cosas a la vez, todas desarrolladas sin manierismo por más que fuera un neomarienista, sin pretender ser otra cosa que un poeta de caligrafía clara”.
Se loa al amigo, al seductor, al políglota en varios idiomas (incluso inventados), al enredador de etimologías y al magnético irresistible. Fue el dandy de un marbete inextinguible (Nueva figuración madrileña) cuya flor de cuño por entero arde en el lienzo de Guillermo Pérez Villalta Grupo de personas en un atrio o la alegoría del arte y la vida o del presente y el futuro (1976) con el propio Ultray en el centro. Sus apóstoles –no sé si del whisky-: Alcolea, Carlos Franco y Chema Cobo. Algo entre el Informalismo y el Pop consumista.
Utray sintetiza a Duchamp con Cage bajo la escritura de Roussel a título de “máquina célibe”, y quien mejor lo vio desde el inicio fue Castro Flórez. No vivía de esto –como dicen los cursis- y su faceta de arquitecto –piranesiano- traía los dólares y suculentos edificios en La Manga (edificio Star Alfa) o Benidorm (Plaza Europa).
Su estudio de arquitectura nace en 1974, junto a Rafael Ruiz y Ricardo Junyent, bautizado como Arquitectura Ecléctica Conceptual (mucho Boullé, mucho Ledoux). En 1990 se inicia como pintor (Marta Moriarty mediante) donde llega a mandar los dibujos por fax, y las ofrendas son constantes a Duchamp, Klein y Holbein.
Su lujuria es la palabra, el verbo ardiente, la lengua bífida (el lenguaje real y otro, el seductor, en el mismo ejercicio) y siempre el derroche del regalo a granel para otros, ideas que él no quería. El oficio de heterodoxo es otro camino.
Dice José Luis Gallero en El País: “El reconocimiento tardío es el precio que pagan heterodoxos, diletantes y camaleónicos artistas con pretensiones de totales como Javier Utray, suma de poeta, pintor, músico, arquitecto y performer, además de filósofo. Y tal vez era el filósofo el encargado de orquestar el trabajo de los demás obreros, reunidos cada jornada en el cuarto de juguetes de su mente”.
Calaveras, juegos de espejos fotográficos, collage, esa otra vanguardia (Duchamp, Cage) que muchos quisieron trasladar a la pintura sin pintura (pintar tantas veces “sin mancharse las manos”). Fue el secundario de lujo en Los esquizos de Madrid: Figuración madrileña de los 70 en el Museo Reina Sofía (2009). En el catálogo de dicha fiesta pública escribía Juan Manuel Bonet:
“Figura secreta, enigmática, con un punto dadá. Clave en relación con Alcolea, quien lo retrató”.
Siempre ocurre igual: “quien no vive de esto” inventa un personaje, una máscara y ya pronto se consigue el pasaporte para todo, por ir delante el nombre, lo que suele ser la mayor horterada posible. Alcolea lo retrata y vivifica, sí, en su lienzo Los cinco sentidos. Retrato de Javier Utray (1988), otro carnet de dicho pasaporte semejante al de Pérez Villalta.
Gallero dice que todos se prestaban la misma paleta y tiene gracia la foto: Navarro Baldeweg, Santiago Serrano, Carlos Franco, Chema Cobo. Todos salen en lo mismo, desde las orgías auditivas de Paloma Chamorro, a las copas interminables en Marta Moriarty y a nuevos lienzos que son pegamentos, donde el grupo tiene que salir entero porque no hay otra supervivencia. Nueva brocha gorda general con Nacho Criado: No es la voz que clama en el desierto (1990). Los garbanzos, separados, no dan para un cocido; las lentejas, una a una, pierden.
En la cercanía, el grupo; en la lejanía, Contracultura. Otros malditos de grifo tipo a Sigfrido Martín Begué, Iván Zulueta o José Manuel Costa, cuando el maldito es justo lo contrario a un relaciones públicas, y lo que produce por la calle (en la distancia corta) es siempre ganas por cambiar de acera (así escaparon todos del impecune Leopoldo María Panero, por ejemplo).
A partir de 1994, sí, el diario gubernamental en la pluma de Javier Maderuelo lo consagra: “Cabeza visible de la agotada posmodernidad madrileña”. Es lo que suele pasar con los secundarios, suben en el listón, y cinco años más tarde Miguel Cereceda lo consagra:
“Busca la provocación intelectual, desafiando nuestro código de percepción, interrogando la memoria y volviéndola contra sí misma”.
No hay nada como tener dinero, pagar copas, “no vivir de esto” y hablar catorce idiomas todos seguidos en la oreja borracha, bien regada al lado. Ahora, muerto, nos saluda desde una tercera planta de un centro que lo vela. Su vindicación es la de la “paideia”, cuentan, la buena educación y el mejor tono, que llega la quietud y la pose en su performance Disparos por retrovisor a la propia obra (1999), realizada en otra platea brillante madrileña, galería Cruce.
¿Quién paga, oiga, las copas que toman esos señores? Hoy, un espejo roto al fondo, nos lo cuenta por lo menudo. Nada hay como “no vivir de esto” a la hora de salir en todos los periódicos. Menudo festival.
Por Diego Medrano