Escribe su obra al margen del mercado, iluminado por el fuego de los americanos en folios hambrientos, cómplice de Carver y Kerouac, bajo las antorchas de Bukowski y Ballard, en las arenas movedizas de Ungar y Vollmann.
"Los violentos: una historia de Lavapiés (Bunker Books) es una distopía que podía haber firmado Valle-Inclán".
Por Diego Medrano.
Escribe con una navaja, deja suelta la melena por los hombros gramáticos, guarda una sonrisa en la cartera para sus mejores logros, cuida a sus hijos con la leche de los lobos y, realmente, como pasa con todos los grandes, su obra es moral: el mal y el capital, la anarquía y la cerveza fría, el bien que nos libra de toda ignorancia y carnicería.
José Ángel Barrueco es ya leyenda de muchos libros secretos: Recuerdos de un cine de barrio, Monólogo de un canalla, Te escribiré una novela, Vivir y morir en Lavapiés, Angustia, Vengo de matar a un hombre, El hilo de la ficción, No hay camino al paraíso, Los viajeros de la noche, El amor en los sanatorios, Miniaturas, Culo de gallina.
Novela, teatro, poesía… citado hasta en 60 antologías bravas. Los violentos: una historia de Lavapiés (Bunker Books) es una distopía que podía haber firmado Valle-Inclán, una corte de los milagros de parias e infelices donde la pandemia de nuestros propios virus no es la única muerte, donde la vida estupefaciente no cambia a los adictos, donde el cuerpo sabe cosas que la mente ignora, donde los peores pasos son todos cercanos.
Barrueco exprime Lavapiés, un Madrid de pánico, bien conocido, respirado con la boca tapada y los tobillos sueltos, el mejor calor de la basura junto a los gatos tigres, el odio al vecino como inmediata moneda de cambio, cochecitos de bebé sin dueño junto a esculturas de fruta podrida por ese triángulo donde el peligro brilla en el filo y la luna en los charcos sonríe tuerta: Latina, Embajadores, Lavapiés.
El terreno ideal –avisa Mario Crespo en el prólogo- para que surjan las pendencias urbanas, los bofetones secos y los puñetazos servidos en la bandeja de cualquier excusa. Calor de 40 grados, bochorno, bichos, sombras, basura, venenos.
Barrueco teje una fábula sobre la modernidad donde la vida es caos, el miedo escapa por las grietas sin que entre la luz y la violencia es lo que llevamos dentro sin saberlo. Un padre de familia de ojos muy abiertos y zapatos no acostumbrados a los vertederos sociales (Izan Arroyo) trata a otro despojo alcohólico, maltratador físico y peón de arrabal con las peores arrobas encima (Tranquilino Peón).
A partir de este duelo quijotesco Quijote/Sancho va cortando en lonchas frescas una ciudad (Madrid) cada vez más despiadada y ajena a cualquier solidaridad posible. La cloaca convoca a las ratas donde la infección y los detritus son otra respuesta temible a las preguntas pálidas.
Los gladiadores patean el barrio, el circo ocurre en cualquier esquina, la sangre fresca moja los labios en las peores cantinas, y la calle del Salitre, muy cerquita del Chinaski e Il Morto Che Parla, es otra zanja sin farolas donde los muertos duermen de pie.
Una huelga de limpieza comienza a abrillantar la acuarela social. La bazofia masiva desquicia y alborota a los jitos. Las vejigas, no obstante, descargan felices litros de litrona por el balcón y los túneles nasales no cogen frío con el speed malo sobre mondas de naranjas y plátanos.
Las gorras hasta el entrecejo van en sintonía con los rotos de las camisetas de tirantes. Los diablos cojuelos gastan prosa de abrillantador o líquido para frenos: “¡A mi me la pela lo que diga el prójimo!”, “¡No te rías que te mato!”.
Nadie niega su sed porque los sudores fríos serían otro asesinato. Las cogorzas legendarias son flores en los gañotes y las chozas okupas próximas al Rastro. Las moscas atrapadas en tarros de cristal hablan cheli. Intemperie, beodos y trifulcas son la jarana diaria.
Los músculos de los brazos tatuados sonríen como labios mientras las bocas callan. Cada uno mea todo lo alto que puede. El menudeo entre hideputas, payachos, calaveras y bufones tiene en la manteca colorá su primer guiso pero esto va mucho más allá de un bisni cualquiera.
La cita de Robert Smithson es una puerta: “La simple visión de los fragmentos de basura y desperdicios atrapados nos transportaba a un mundo de prehistoria moderna”.
Barrueco exprime el tránsito urbano entre supervivientes que ya son viles parásitos. Los violentos se lee en completo estremecimiento, diálogos veloces y una pelusa de bestia, ya digo, que no se va de la garganta. El ajuste de cuentas, al trote, irá a más, la plaga de hormigas discurrirá paralela a la falta de neuronas negras y, nuevamente, otra cita de Rem Koolhaas será una salida pegajosa al laberinto de espejos rotos: “Resulta extraño que quienes tienen menos dinero habiten el artículo más caro (la tierra) y lo que pagan habiten lo que es gratis (el aire)”.
Los padres jóvenes solo conocen la alegría de la víspera: así Los violentos se lee como un navajazo, el disparo menos previsto, ese examen o deudo por el que la ciudad es todo lo que tienen los pobres. Barrueco es un Salinger que hubiera bailado borracho con David Lynch.
La novela huele a neumático quemado. La familia de Izan no es el causa sino la consecuencia. Traquilino Peón, alucinado, es todavía más peligroso. La zanja urbana separa las dos aceras: la mitad de la humanidad contamina para producir y la otra mitad contamina para consumir.
Izán, con el machete, practicará su justicia social entre chungos, comemocos y mocomierdas. Barrueco escribe como vomitaba Johnny Cash.
Mamelucos, morancos, carapijos y fantoches reirán con mucho ruido su propio suicidio. Pronto el oxígeno ya hiede a sangre, a cerveza derramada por las aceras, a humo de marihuana, a orines recalentados. La frustración sexual crece en la intimidad con la paciencia y perfección de la araña y la carcoma.
Los violentos es el cebo perfecto para un cerebro en alerta. A los mejores les sacan los ojos sin echar Betadine por el butrón. José Ángel Barrueco resucita a una calle llena de rabia donde solo dos muertes (olvido/recuerdo) pueden hacer una vida justa.