Portada de Meterra de Manuel Derqui

Meterra: la novela que insufló aire fresco a la vanguardia literaria española

Diego Medrano Fernández (n. Oviedo; 1978) es un novelista, poeta y ensayista español. Tenemos la suerte en Cultura Inquieta de poder disfutar de su críticas y ensayos de arte en la sección La Bohemia Radical, dirigida por él.

En esta ocasión, Medrano nos acerca a Meterra, la novela de Manuel Derqui que fue y es un soplo de aire nuevo a pleno pulmón.

Manuel Derqui, gran aficionado a la fotografía, en un viaje por Córdoba. Archivo Familiar Derqui.
Manuel Derqui, gran aficionado a la fotografía, en un viaje por Córdoba. Archivo Familiar Derqui.

España azota su parabrisas de detergente, justicia literaria y manivela confusa. Ve la luz una obra mítica: Meterra (Pez de Plata) del temible Manuel Derqui Martos (Cuba,1921-Huesca, 1973).

El engarce lujoso entre la generación de la boina con profundo hedor a berza (realismo social) con el nuevo vanguardismo rupturista cosmopolita que entonces, fines de los años cincuenta, empezaba a gritos silentes y mordiscos pálidos (Tiempo de silencio, Luis Martín Santos).

Derqui Martos trajo la música de la vanguardia, que es siempre ruptura, donde un Joyce cubano también alumbraría y acalambraría a tantos otros gorriones electrocutados en una gramática radical con profundidad de venero radical: Cela (San Camilo, 1936), Mariano Antolín Rato (Cuando 900 mil mach aprox), Julián Ríos (Larva), etc. Las copas de Lowry, Faulkner, Keoruac y Miller también llegaron aquí donde el fuego de la boca rompía los hielos. 

Escribía Félix Romeo, mientras roncaba en su programa televisivo de modernos La Mandrágora, obeso y triste, chupa con ganas de calle y gorra cansada: “Me fascinaba Derqui porque quiso ser moderno, y ese deseo no se lo iban a quitar el franquismo, un trabajo malo o una suerte literaria nula. Me fascinaba Derqui porque se afiliaba a la tradición de Kafka, Swift, Faulkner, Joyce y la novela pulp… Me fascinaba Derqui porque escribía como nadie escribía en esa España aislada y dividida.

¿Cómo no sentir esa fascinación por alguien que en 1960 publicaba: “Escribir sin libertades es peor que inútil?”. Asistimos en Meterra, sí, a un fracaso lujoso, el del hombre y el del pintor, cuyos escombros y sobras levantan un alto muro de dignidad donde el artista es aquel que siempre manda en su propia hambre, sin amo ni dogal.

Portada del libro Meterra, Manuel Derqui. Editorial Pez de Plata.
Portada del libro Meterra, Manuel Derqui. Editorial Pez de Plata.

Escribe Isabel Carabantes en el prólogo: “Con Derqui aprendí que la vida son fracasos y que de ellos se aprende. Que hay que leer sin entender para poder llegar a releer entendiendo. Que hay que escribir, escribir sin parar: diarios para calentar la mano, relatos para pulir personajes, diálogos para coger el tono, novelas para ajustar tramas y cuentos para captar ambientes”. Derqui, realmente, es un feroz estado de ánimo, una corriente arrugada de río que solo pasa una vez.

Meterra (extraña suerte de memorias, biografía a ciegas, vida a cucharadas) nos cuenta al niño sometido con sus entrecejos fruncidos, sonidos ahogados, presente en puntillas y mucha bota encima militar o agobiante. La voz pronto viene de los cuadros, de los libros, de la cultura que fija la escapa y por las que nos salen las alas precisas para el vuelo.

Algunas puertas –las de las decisiones- cierran sin ruido y las mejores miradas –todas furtivas- pronto marcan el rumbo de reojo.

El niño sometido será artista libre en París, bohemias lúgubres y cargadas de presagios, freidurías sentimentales y carnívoras, el frío que muere como un perro rabioso, la ambición que sujeta la soga de la mayor lámpara para que nos ahorquemos, la venganza que viste abrigo viejo, penas, fatigas, desamparos, ansiedades, mucha noche en los ojos, mucha limosna en las palabras de otros, mucho desnudo caliente junto al chubesqui.

Fotografía de Manuel Derqui Martos.
Fotografía de Manuel Derqui Martos.

El libro aumenta en fuerza con el vuelo de las páginas, así las mejores burbujas saltan al fondo, donde el pintor colecciona toses y mujeres de ojos secos.

Meterra es un cambio de piel, lento y progresivo, junto a un cortocircuito de muchos rayos y algún relámpago –el uso del idioma- que nos deja ciegos.

La premura de los actos es otra suerte de inteligencia anublada. El pintor, el bohemio, es siempre peligroso debido a su apetito y voluntad, así los que siembran en las lágrimas recogen en pleno júbilo. Las miradas silenciosas acosan. Los “scotchs” averiados no curan una vida entera de pueblo por dentro.

La carroña habitual solo guarda una pierna en el sepulcro. El pintamonas impecune necesita ser narciso en los espejos. El señorito pintor es un hueco vacío en la boca. El rencor es un cúmulo de voces sepultadas en el metro pero que corren a la pata coja por la superficie.

Meterra es un tiempo de dientes apretados, maleta atiborrada de desorden, “nouvelle vague” de la escapada, brújula del desaliño, devenir dramático e ira humillada.

El pijama de madera son las promesas ajenas. Las noches de calor y fornicio vienen presentadas por el alcoholismo más barato. Derqui, entre la náusea y el hastío, navega como el mejor buque fantasma de la madrugada en ruinas. El pintamonas sin suerte es oro quijotesco, sí, mientras la respiración sigue obsesa de los perfumes y la abulia conquista todos los relojes derretidos en la muñeca. Asistimos a un fracaso muy sofisticado.

Meterra nos conduce al bosque de los ahorcados por una pulsión vital, a los silencios espesos, a los errores gozosos y disfrutados, a la falta de sol de tantos pintamonas por los callejones estrechos y retorcidos.

El billete para el viaje está roto, la sonrisa torcida, la boca sin dientes, el pulso temblón, el bolo duro, y soledad y tragedia son las dos alas indispensables y desplegadas al espaldar de la bestia.

Meterra es un canto hermoso de lágrimas sucias, noches sin metas ni creencias, muchas moradas alborotadas, huellas de pies verdugos, la conciencia hecha una pirámide, París otro poblachón de amargas desolaciones.

Voliciones y vivencias del pintamonas al que el hombre falla o al revés. La emoción de la espera, el eco de la ilusión, es ya apatía intelectual, extraño alejamiento, palabra errática, ademán apenas esbozado.

Meterra es cata viva de aire acorralado. El lector domina el pasado del pintamonas destinado al precipicio pero ni la fatiga casual ni el calvario impuesto desaparecen de la punta excitada y tan roja de la lengua.

Manuel Derqui Martos escribe lúcido, con las venas abiertas, muhca voluta en la muñeca, así su aceleración alucinada es vértigo y una construcción costrosa y sabrosa alrededor de la herida.

La rebeldía es, en ocasiones, una ropa que nos queda pequeña. Meterra es ebriedad y prisa por vender la vida, sin sacar un duro de ella, automatismo indefenso y alcohólico, eco de pena, memoria muy cargada de saldos, rotos, burlas, duelos. 

La vida rebelde es siempre un edificio en alto. Manuel Derqui Martos escribió una novela que nos mira con el gesto torvo y turbia la mirada. No olvidaremos por mucho tiempo a ese entrañable pintamonas que jugaba con las palabras a quemarse.

La seguridad del dinero, por medio de rutinas firmes, es otro alcohol adulterado. Este naufragio calinoso de ojos saltones y sanguinolentos hidratan la piel con el mejor masaje: el de una literatura moral y monstruosa, ajena a los bochornos y sobornos habituales, donde la vida distinta se paga y celebra al contado.

Esto es Meterra: vida pululante, hermético el gesto, mucho estorbo entre la marea negra de gente, y solo un mártir por la causa, Manuel Derqui Martos, cuya mirada febril solo puede ser caligrafía alucinada.

La ventriloquia de contar el fracaso desde el éxito funciona: solo es preciso darle la vuelta al pantalón y los calcetines, y seguir sonriendo mientras confesamos.

Por Diego Medrano Crítico de arte y ensayista y director de nuestra sección La Bohemia Radical

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