Juan Mayorga: el silencio repleto de ruido, la bella revolución europea

Juan Mayorga es un dramaturgo español. Su dramaturgia, profunda, comprometida y metódica​​ ha traspasado las barreras nacionales para ser traducido y representado en los principales teatros europeos. El crítico de arte y ensayista Diego Medrano es el autor de este artículo.

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Juan Mayorga | Foto: La Voz de Galicia

Por Diego Medrano

Fue el chico de La Elipa madrileña, junto a la autopista de los coches veloces con humo por dentro, bajo los puentes de todos los suicidas vestidos de domingo, en una periferia obrera donde siempre da gusto volver a casa para cenar feliz y sonriente con la familia. Fue el chico, sí, que en la piscina de La Elipa iba solo o con un amigo, porque la gente más inteligente solo tiene un amigo, y con ese mismo amigo u otro que hacía de doble, visitaban los estrenos teatrales en el centro capitalino, ambos sonrientes, las manos dentro del pantalón vaquero, el pecho ardiente por las revoluciones extranjeras. La Uña Rota, pequeño taller de sedería segoviano, publicó su Teatro 1986-2014 y sus Elipses (ensayos completos), junto a varias obras sueltas: absolutos disparos dormidos por las mejores librerías.

Mayorga intimida, la cultura intimida en España, muchas veces se dice y es cierto, el público no quiere calidad, un producto rápido de consumo, si es posible mediocre, porque la calidad trae consecuencias, lo bueno queda dentro de uno y su rumia no acaba el día posterior a la cata o ingesta. España es “ansí”, dijo Baroja, y “hay gente pa tó”, pontificó el torero. Mayorga fue, para muchos libreros, el chico que se iba con tochos duros de Aguilar, siempre clásicos, papel biblia, manejados con una delicadeza diamantina, obras donde se dejó la vista sin perder pelo, como les pasa a tantas ratas literarias, y donde supo destilar una escritura, una gramática y sintaxis que venía por el venero interior de muy arriba, obra completa de Kafka, Dickens, Shakespeare o Esquilo.

El chico de La Elipa, en puridad, según todos los manuales, viene de tres lugares ardientes: Brecht, Walter Benjamin y Grotowski. A partir de los tres, sin brocha gorda, da con un teatro culto, europeo, comprometido, cosmopolita, extranjero, de fuera. A su manera, sin locura y con mejor tono, fue un Leopoldo María Panero, cuya poesía jamás vino de la tradición nativa nacional. Los tochos en Aguilar le llevaron en volandas a unas obras, las suyas, que ya estaban bendecidas por una tradición, donde la intertextualidad de tantas es el homenaje explícito, no velado, de ahí que tantos personajes citen o aparezcan en el bosque de la creación de otros. Un teatro histórico, sí, vale, donde lo intertextual llega a su cima, pero donde todavía más la voz de los vencidos sepultada por la historia se rebela.

Teatro narrativo, por supuesto, pero lírico y metateatral, con juegos infinitos entre realidad y ficción, donde el narrador es el personaje que interpreta, donde su gran proyecto es Europa, así viaja por todos los carruseles rotos y norias negras del Siglo XX: Holocausto, Guerra Civil, Guerra Fría, etc. Si nos pusiéramos puristas, diríamos que es un Buero Vallejo que ha viajado (por lo histórico) y un Valle/Lorca sin costumbrismo ni caspa (por lo extranjero). Con un solo amigo, sí, pero no maricón en la historia misma de sus mujeres de negro (Lorca) ni bohemio sin alcohol y de café con leche (Valle). Un teatro grande, por filosófico, dice tanto hortera, cuando lo que se quiere explicar es un teatro de preguntas, no de respuestas ni sentencias, donde a la conciencia del espectador se la sube a las tablas, donde el patio de butacas es un ágora o asamblea, donde la polis es política más que cualquier otra barra barata.

Todo desde la pobreza, el teatro pobre de Grotowski, eso es, cuya traducción son los mínimos obstáculos entre la obra y su destinatario: texto, actor e imaginación del público. Sin escenarios grandilocuentes, ni efectos, donde al no haber continentes, los contenidos son mayores, por libres, por no tabicar los espacios, por absoluta fantasía. Mayorga, desde La Elipa, no tardó en hacerse profesor de instituto, y de ahí a rico, porque sus obras se representaron en la mejor Europa, que es la Central y no del Este, como todavía repiten las momias. Dos poéticas quedan en el gigantesco dramaturgo: un acercamiento íntimo a la obra de arte escrita (primero), una búsqueda de la matemática de la escritura (segundo). Una cita suya es crucial: “El matemático busca la forma común que subyace a los fenómenos aparentemente disímiles; lo propio del filósofo es el asombro radical, la interrogación incesante acerca de todo, empezando por sí mismo”.

El muchacho silencioso (incluso hermético) de La Elipa estaba lleno de ruido. Segunda cita: “Tener una relación íntima con textos mayores te permite entrar en la cocina de los grandes y uno espera que se le pegue todo eso”. Lo que se pega es el estilo, claro. La forma de escribir de otro, que ayuda mucho a subir escalones. Brecht le enseñó la política de los débiles, Grotowski el mensaje pobre directo sin intermediarios e irrebatible, Benjamin a escapar de todo con una maleta y escribir a ratos, a sorbos, no como quien mea sino aquel a quien el colirio (una, dos, tres… gotitas) mejora la vista general. Mayorga es grande, hoy sienta sus reales en la Real Academia Española, le llaman de medio mundo, no tiene que dar clase y el abono de la piscina en La Elipa le quedó corto o pequeño. Es lo bueno de crecer junto a una autopista: el mejor ruido va por dentro. El de los sueños limpios.

Por Diego Medrano

Diego Medrano Fernández (n. Oviedo; 1978) es un crítico de arte, novelista, poeta y ensayista español.

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