Con su “vivienda para el ‘homo movens’”, el arquitecto Kisho Kurokawa diseñó una metáfora de nuestra propia vida siguiendo los prefectos del movimiento metabolista. 50 años después, está en pleno proceso de demolición.
En 1970, el presidente de la inmobiliaria Nakagin Co. visitó la Exposición Universal en Osaka y algo llamó su atención por encima del resto de propuestas: el Takara Beautilion, diseñado por Kisho Kurokawa. Su aspecto futurista y rompedor le llevaron a querer contratar a su artífice, a quien le propuso entonces crear un edificio de viviendas estacionarias en el distrito de Minato, en Tokio.
Así fue como Kisho Kurokawa creó lo que entonces se convertiría en uno de los símbolos de la arquitectura contemporánea y futurista, la Torre Nakagin, una “vivienda para el ‘homo movens’”, como la definiría el arquitecto.
Hasta ahora, cualquiera que paseara cerca de Shiodome fijaba su mirada en la Torre Nakagin. El rascacielos, de una altura superior al conjunto de edificios que se erigen a su alrededor, llama la atención por su altura y su curiosa fachada, formada por una serie de cubos apilados de forma irregular con una gran ventana circular en el centro, como si fueran un conjunto de lavadoras.
En realidad, las “lavadoras” son las habitaciones que componen la torre, destinada a ser una “vivienda para el ‘homo movens’”, como la definió el propio Kurokawa. La torre se levantó en 1972 para alojar a jóvenes solteros y trabajadores que pudieran descansar en sus largos desplazamientos por la ciudad, de la oficina a casa.
Para su construcción, Kurokawa siguió los preceptos del movimiento metabolista en arquitectura, corriente nacida en 1959 que aglutinaba a una serie de arquitectos japoneses sobre la idea de una ciudad del futuro masificada, con estructuras flexibles y extensibles cuyo crecimiento fuera similar al orgánico.
La Torre Nakagin fue uno de los mejores ejemplos de este movimiento, un edificio que funcionaba como un organismo vivo y que se adaptaba a una urbe en continua transformación, un torrente de energía que se traduce en habitaciones de paso.
La soledad intrínseca de este modelo de sociedad se palpa en cada una de las salas de la Torre Nakagin. Cada cápsula medía 2,5 m de ancho por 4 m de largo y constaba de un cuarto de baño, una pared dedicada al almacenaje y la instalación de electrodomésticos y, cómo no, el ojo de buey en el centro que hace de única ventana de la estancia.
Tan solo 30 días fueron necesarios para levantar el edificio, gracias a que tan solo se necesitaba apilar cada una de las 140 cápsulas sobre otra mediante cuatro tornillos de alta tensión al tronco central de hormigón armado de la torre.
Kurokawa diseñó su torre pensando en que las habitaciones fueran sustituidas cada 25 años, una renovación que no sucedió y que provocó el deterioro del edificio en general. Al final, los propietarios terminaron por vender el edificio a una promotora que, haciendo oídos sordos al movimiento #SaveNakagin, comenzó las obras de derribo el pasado 12 de abril.
Queda claro que el futuro es incierto y que ni siquiera los símbolos arquitectónicos que buscaban adaptarse al incierto porvenir sobreviven, como la Torre Nakagin. Con su derrumbamiento, también perdemos una utopía (o distopía) por el golpe de efecto de la realidad más pura y tangible.