Para el filósofo francés Henri Bergson, la risa es cosa de listos

«Sin la posibilidad de la ofensa, de la insensibilidad bien orquestada, estamos condenados a guarecernos en un torbellino de emociones en donde reinaría una vulnerabilidad pueril y una censura descontrolada, a todas luces dirigida por aquellos más susceptibles e insoportables»

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El filósofo francés Henri Bergson. Foto: Ullstein Bild. 

Por Galo Abrain

Son las doce y media de la noche. La embriaguez se respira con la contundencia del metano en un campo de vacas. La persiana del garito anda a medio cerrar, y aun quedan un par de tuercebotas dentro, seguramente los que, como decía Joseph Roth, sienten la sed del bebedor porque tienen sed en el alma. Un grupo de chavales, lozanos jóvenes de buen ver vestiditos cada uno de su padre y de su madre, aguardan no se sabe muy bien a qué a la salida del local. Uno de los tuercebotas chascados sale con determinación, cerveza en mano, y en un común acto de despiste se escoña el chabolo contra la persiana por estar mirando el móvil. ¡PUM! La persiana resuena por toda la calle como una batucada. Se producen unos ligeros aleteos agudos en el aire. Susurran la existencia de una nueva selección natural destinada a mantener vivos a aquellos que saben guardar los puñeteros móviles.

El grupo de lozanos zascandiles se parte la caja nada más ver la escena. Uno de ellos, grandullón-guaperas-elegante-con-cara-de-gorila, es el que emite el más estruendoso de los descojones. La hostia ha sido de campeonato, de eso no cabe duda, y el damnificado vuelve a la embestida de la persiana, sólo que esta vez sin móvil y con la agilidad de un recortador que esquiva la gustera de otro piñazo. Se va ofendido, avergonzado, con ganas de montar bulla y alcorzar la gresca, mientras el zopenco-gestos-de-simio-con-cara-de-buena-persona sigue beodo por las deliciosas sensaciones que le recorren la pelvis. Uno, aturdido y encabronado, otro, risueño y jovial. Ambos, debemos suponer, habrían de estar cargados de ¡emociones!, del desbordante naufragio de sus consciencias asediadas por la desconexión de sus al rededores, centradas ahora en la vibración de su yemas. Pues nah… Henri Bergson niega que esto sea así.

No es que Bergson no crea que haya una emoción radical en el sentimiento de vergüenza del abollado, al contrario, afirma que ese es un estado de absoluta transmutación hacía la sumisión al sentimiento, pero si lo contradice en el cenutrio-amable-risa-indiscreta. Bergson, un filósofo francés que vivió en las mitades del siglo XIX y XX, fue amante de las investigaciones vitalistas y caracterizó su obra en un espiritualismo que le forjó la admiración de figuras tan destacadas como T.S Eliot o Antonio Machado, y que le valió un novel en la década de los loquitos años veinte. Pero lo que aquí resulta interesante del susodicho son sus trabajos en lo que respecta a la risa, a la comedia; a ese impulso humano hacía la dominación digestiva de las crueldades congénitas de esto que llamamos vida.

Pero volviendo al asunto de las emociones en el dúo payaso / espectador involuntarios, lo que Bergson afirma al declarar que el acto de la risa no está condicionado por el puro sentimiento, es porque, para él, este acto está orquestado desde la conciencia inteligente desparasitada de toda emoción. En sus propias palabras:

«Lo cómico, para producir todo su efecto, exige como una anestesia momentánea del corazón. Se dirige a la inteligencia pura».

Reír pasa por el filtro de la humanidad para darse cita en nuestras tripas. Sólo el humano entiende lo cómico, y únicamente en el seno del grupo y de la complicidad con otros seres de su condición esa expresión de su razón puede emanar. Esto no implica, huelga decir, que seres que aun siendo humanos se encuentren más próximos a la carga neuronal de un primate excitado tengan la habilidad y el placer de la risa. Nada de eso. Incluso el más zopenco de los cerebros humanoides está dotado de la habilidad para la comedia, pero si podemos encontrar en aquellos pasteles de carne cerebrales más cargados de cerrazón, de despotismo y pérfida falta de autoestima empática un peaje más caro para el acceso a este acto de inteligencia. Más a más en las líneas que Bergson menciona, para quien «la palabra es ingeniosa cuando nos hace reír de nosotros mismos».

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Ilustración de Yue Minjun. 

No descartemos, no obstante, un hecho determinante de el acto que describimos; uno de los más importantes síntomas de la risa es la «insensibilidad». Queda claro que esos fachos excitados únicamente ante el perfume eau de supremacía de sus propias ideas son también permeables a la comedia, más a más si esta es de carácter insensible, pero la diferencia reside en que lo antes mencionado, el sentido del humor, ha de dominar la insensibilidad para tornar ingeniosa y no pobremente cruel. A pesar de todo, la insensibilidad, la falta de piedad y de compasión, son terrenos en los que la comedia debe chapotear alegremente para germinar. Al fin y al cabo, ¿no sería la comedia la herramienta humana para digerir las angustias y sin sentidos de la existencia, evitando así desangrarnos ante la conciencia de estos? Para Bergson:

«En una sociedad de inteligencias puras quizá no se llorase, pero probablemente se reiría, al paso que entre almas siempre sensibles, concentradas al unísono, en las que todo acontecimiento produjese una resonancia sentimental, no se conocería ni se comprendería la risa».

Veamos… ni tan largo, ni tan calvo. Una sociedad sin lloros es una sociedad sin alma, pero una sociedad sin risa es una sociedad sin razón. En los equilibrios se encuentra casi siempre la respuesta. Pero el bueno de Henri atina en que abandonarse descocadamente a la sublimación absoluta de los sentimentalismos nos invita a la seriedad más castrante, a las más puñeteras y paranoicas obsesiones de severidad. Sin la posibilidad de la ofensa, de la insensibilidad bien orquestada, estamos condenados a guarecernos en un torbellino de emociones en donde reinaría una vulnerabilidad pueril y una censura descontrolada, a todas luces dirigida por aquellos más susceptibles e insoportables.

«Diríase que la risa necesita eco. Escuchadlo bien: no es un sonido articulado, neto, definitivo; es algo que querría prolongarse y repercutir progresivamente; algo que rompe en un estallido y va retumbando como el trueno en la montaña».

Ay, Bergson, que piquito de oro gastabas. Sin duda la risa necesita de eco, de público, de gente, personas, vulgo, sociedad y pandemias humanas para existir. La comedia zumba concéntricamente alrededor de un círculo, más grande o pequeño, pero indistintamente cerrado; sumiso a la presencia de un grupo. Esto puede resultar obvio al principio, pero alberga una profunda lección; la risa es del y para el pueblo, y está por tanto destinada a ser algo que le pertenece y lo libera. Aquí podría colgarse una cita Twitter que vendría a decir algo así como «La mejor forma de someter a una sociedad es acabando con sus ganas de reír», y aunque esto de los laconismos a 280 caracteres me sigue pareciendo una ligadura de trompas creativa, la frasecita no está mal encaminada.

Bergson, quien vivió sus últimos años viendo cómo sí hubo unos tipos que sometieron las ganas de reír de una sociedad, se mantuvo eternamente rebelde en sus interpretaciones. A pesar de haberse desarrollado en un tiempo en donde el materialismo y el positivismo estaban copando tanto el mercado del pensamiento como Disney hoy con el audiovisual, Bergson apostó por la metafísica, por la idea de que el universo no es únicamente materia organizada por leyes, y que la conciencia, la intuición humanas, son la revelación de la intangibilidad en lo real. De ahí que investigase este tema, ya que la comedia es algo intangible, un amasijo de variables que para el filósofo francés se basa en la repetición, la exageración y la mecanización de la cotidianidad. La risa nace en el amanecer de la esencia consciente de los seres humanos, y les devuelve la esperanza de la creación más allá de la vulgaridad y el dolor de sus vidas. Porque cómo dice Bergson:

«La comedia es un juego, pero un juego que imita a la vida. Y si en los juegos del niño, cuando revuelve muñecas y fantoches todo se hace por medio de hilos, ¿no habrían de ser estos mismos hilos, aunque afinados por el uso, los que formen el nudo de las situaciones cómicas?».

En otras palabras, la artificiosidad de la comedia cómo un elemento mecánico nos permite bucear en la ensoñación, en la fantasía de que más allá de nuestra vulnerabilidad los seres humanos somos capaces de inventar un mundo reflejo del nuestro pero dominado por nuestras propias reglas.

Los ejemplos de Bergson son muy diversos en sus ensayos sobre la risa, pasando desde el vodevil, hasta la caricatura, el teatro o las marionetas… uhm, algo huele a naftalina aquí.... Cierto que hoy día la comedia, la risa y el sentido del humor se están poniendo más en tela de juicio que en los tiempos de la inquisición (la opinión pública parece, en ocasiones, dominada por el espíritu de Bernardo Gui en El nombre de la rosa) y que las herramientas para llevarla a cabo, así cómo sus límites, se han diversificado, lo que haría de la obra de Bergson un panfleto desfasado. Al fin y al cabo, Henri no deja de ser un tipo con la chola de una berenjena a la que le han pintado un bigotito-Hitler descuidado, con tantos años vividos en el XIX como en el XX, pero su análisis no deja de ser acertado y original y, sorprendentemente, si desatendemos los ejemplos que utiliza la esencia de sus afirmaciones se mantiene fresca y actual.

Hay que apostar por la comedia porque esto de respirar es una broma infinita. Una interminable repetición de acontecimientos a los que, si les prestamos la mecánica atención que nos chiva Bergson, seremos capaces de enfrentarnos y descifrar socorridos por la inteligencia sus más sabrosas costuras. Lejos de la vulnerabilidad, la susceptibilidad, la angustia, la falta de autoestima y el rechazo a los sinsentidos de la vida, reír es un navajazo afilado al fanatismo, la castración moral y la siempre insatisfecha batalla de los hombres.

Por Galo Abrain

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