Convivir en sociedad conlleva compartir nuestra vida con el resto y, como consecuencia, tejemos relaciones afectivas de todo tipo. Hay una manera de hacer que esas relaciones con otras personas sean sanas.
De todas las experiencias que el ser humano puede vivir a lo largo de su existencia, sin duda las relaciones personales son una de las más importantes, pero, paradójicamente, también una que presenta siempre algún tipo de dificultad, para todos.
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Las relaciones con la familia, encontrar buenos amigos y mantenerlos, las relaciones de pareja, incluso las relaciones que establecemos en el trabajo o en el vecindario donde vivimos: cada una de ellas tiene su razón de ser y sus motivos para existir en nuestra vida, pero cada una tiene también su singularidad y, por ende, sus propios desafíos y dificultades.
Las relaciones entre padres e hijos, por ejemplo, aunque en principio están basadas en una forma de amor que se dice incondicional, pasan sin excepción por algún tipo de conflicto. Las parejas igualmente, sobre todo cuando el vínculo que los une se dice de amor pero en el fondo se origina en estados emocionales que poco o nada tienen que ver con este (como el miedo a estar solos, el deseo sexual, la dependencia, etc.).
La amistad podría ser el único tipo de relación en la que los conflictos se sortean de maneras menos ásperas, pero de cualquier forma con un amigo también puede ocurrir una desavenencia, una pelea y un distanciamiento.
¿Pero, podría ser de otro modo? La respuesta más rápida a esta pregunta es “no”. La verdad es que ninguna relación está exenta de dificultades por la sola razón de que todo vínculo parte de un estado fundamental: el desencuentro. Entre el yo y el otro habrá siempre una diferencia que en algunos casos podremos conocer y aceptar de alguna forma, mientras que en otros será irreconciliable, pero siempre estará ahí.
Curiosamente, aunque el desencuentro con el otro es la característica común en todas las relaciones personales, es muy usual que muchas personas nos inclinemos por querer “resolver” o “subsanar” esa diferencia, lo cual, en el fondo, no es sino una forma de pretender ignorarla.
Muchas personas se enfrentan al desencuentro esforzándose en hacerlo desaparecer, a veces empujadas por un miedo incomprendido al conflicto o la tensión, a veces porque hay quienes no toleran que su visión del mundo sea desafiada o puesta en entredicho (por temor a perder el control). También puede ser por un desconocimiento general de la naturaleza afectiva del ser humano o por otras razones de orden subjetivo, irracionales.
Sea como sea, lo importante es subrayar que, muchas veces, en las relaciones personales se dedica un esfuerzo emocional importante a distorsionar al otro, es decir, a percibirlo de manera distinta a como es en realidad: verlo más afín a nuestras propias ideas, gustos, expectativas o suposiciones. Frente a la diferencia y el desencuentro, que implica necesariamente una relación personal, dejamos de ver al otro como es y, en cambio, lo adecuamos a nuestras propias necesidades.
En términos muy generales, esa suele ser una de las causas más comunes del malestar y el conflicto en las relaciones personales, pues dicha distorsión conduce inevitablemente a malentendidos de todo tipo. Escuchamos lo que alguien nunca dijo, esperamos algo que una persona nunca podrá dar, actuamos a partir de premisas falsas sobre lo que creemos que el otro quiere o necesita, hacemos cosas que creemos que complacerán al otro pero que en realidad le son indiferentes… Aspectos que terminan por generar estados como la frustración, el enojo, la decepción y otros.
En El arte de amar, Erich Fromm enumeró estas cuatro cualidades que caracterizan al amor maduro: cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento.
Por el momento, basta hablar únicamente del respeto, que, como señala Fromm, etimológicamente proviene de un verbo latino,respicere, que en la antigüedad significaba “mirar”. En el caso de una relación con otra persona, respetarla es mirarla tal y como es, sin las distorsiones que hemos señalado, también sin juicios y sin la intención secreta o manifiesta de cambiarla.
Pero no sólo eso. Dado que el amor, en la perspectiva de Fromm, es una fuerza activa, productiva, ese tipo de mirada que se posa sobre la persona amada conduce al reconocimiento de las posibilidades en las que esta puede ser y desarrollarse. Dicho de otro modo: cuando se mira al otro con amor y compasión, se termina por amar también tanto sus posibilidades como sus limitaciones, pues se entiende que ese es el terreno donde la existencia del otro está llamada a florecer.
Dicha forma de amar es posible sólo cuando una persona ya no necesita a otra por motivos de dependencia, sino por una necesidad amorosa auténtica. Es decir, no se necesita al otro por temor a la soledad, por sentir una necesidad inconsciente de protección, para cumplir un objetivo o porque su compañía cumple un requisito de la imagen narcisista que se tiene de sí, por ejemplo, sino que más bien se le necesita por el solo hecho de que se le ama, auténticamente, sin otras motivaciones ulteriores.
De ahí que Fromm señale que “el respeto sólo es posible si yo he alcanzado independencia”. Una independencia de tipo subjetivo y emocional que no debe confundirse con una falsa idea de autosuficiencia, sino que está relacionada con el desarrollo del ser y la confianza en sí mismo que se desprende de este proceso.
Cuando sé lo que soy puedo confiar en mí mismo, en mis fuerzas activas y productivas, en mi creatividad para encarar la vida, en mi capacidad de esfuerzo y trabajo. El vínculo con otra persona no es entonces uno de dependencia que se establezca para paliar engañosamente una deficiencia de mi desarrollo subjetivo, sino un vínculo de amor auténtico en donde, como señala Fromm, se pasa de decir “Te amo porque te necesito” a “Te necesito porque te amo”.
Este proceso es, por lo menos, doble y paralelo. Doble porque, como se ve, el cultivo de una relación personal de amor auténtico implica dos formas de trabajo subjetivo: una, sobre uno mismo, para desarrollar la forma de ser “independiente” de la que habla Fromm (que podría compararse con la idea del “yo fuerte” descrito por Sigmund Freud), esto es: una persona que no siente necesidad de establecer un vínculo de dependencia porque se conoce a sí misma y tiene confianza en sus capacidades para responder a la vida.
Por otro lado, ejercer y experimentar el amor desde esta postura requiere también un trabajo de conocimiento y comprensión en torno a las circunstancias que implican una relación con otra persona, especialmente la aceptación de la diferencia desde la forma de respeto al otro de la que hemos hablado.
Asimismo, ambos trabajos son paralelos porque, contrario a lo que se cree, no se trata sólo de trabajar sobre uno mismo, esforzándose por mejorar como un entrenamiento en solitario, ensayando en escenarios imaginarios e hipotéticos.
Esta situación es irreal, pues nadie está realmente solo: todos nuestros actos los hacemos siempre con alguien más. Pero, en el caso del proceso subjetivo del aprender a amar, este ocurre necesariamente en uno mismo y en relación con otros, es decir, cuando me conozco a mí mismo adquiero las herramientas que me permiten conocer al otro, pero también es en la relación con los otros como puedo descubrir cualidades de mi ser de las que no tenía conciencia y que igualmente pueden ayudarme a mejorar la manera en que amo.
Siguiendo a Fromm puede decirse que, como en cualquier otro arte, la única forma de aprender a amar es amando, es decir, ejerciendo activa y conscientemente la capacidad de amar.
Y si bien en cuestión de relaciones humanas nada puede garantizarse, sí es posible decir que el esfuerzo y el trabajo emprendidos con decisión y constancia sobre esa vía pueden dar frutos de satisfacción, dicha y amor auténtico: los elementos constitutivos que sin duda todos anhelamos para las relaciones presentes en nuestra vida.